lunes, 10 de octubre de 2016

Mañana será siempre VIII

 [2016, Nuria Sobrino y Soraya Benítez ]
Entrada modificada el 13/10/2016

     El impulso que llevó a Nerea a trasladarse a novecientos kilómetros de la que hasta entonces había sido su vida, empezaba a perder fuerza. Allí, delante de aquella ventana, en casa de su amiga, volvía a sentirse sola. Como tantas otras veces. Era una soledad que ella misma construyó. Para defenderse. Para no tener que dar más de lo necesario. Para no sufrir. Y esa soledad la había acompañado hasta allí. Se la había traído en la maleta a la ciudad de Patricia. A su barrio. A ese lugar del que tanto le habló desde la distancia. Ahora que ella estaba allí, en su ventana, tenía miedo. Temía que ese sentimiento oscuro que la perseguía desde hacía ya doce años salpicara su querida Triana... o a ella misma. No quería hacerle daño a Patricia. No quería ser la Nerea que defraudaba siempre. Bicho que permanecía tumbado bajo la mesa de la cocina, se levantó como si hubiera oído sus pensamientos, se acercó hasta ella y dejó caer todo su cuerpo junto a su pierna. El gesto del animal la devolvió al momento presente. Sonrió. Se sentó en el suelo, y acarició aquella pequeña bola de pelo, relajándose, dejando que el tiempo muerto se llevara sus recuerdos.
    «Ya amanecí hace un rato. Te cojo prestado el coche y a Bicho, nos vamos a pasar la tarde al parque del Alamillo. Necesito perderme un poco. Nos vemos luego. Besos». Ese era el whatsapp que Nerea mandó a su amiga antes de salir por la puerta de casa. El sábado había ido despejándose a lo largo de la tarde. El sol asomaba cada vez con más asiduidad entre las nubes que aún quedaban dispersas por el cielo, justo encima de su cabeza. Tras dar un buen paseo por el parque, Bicho y ella se tumbaron en el césped custodiado por unos árboles en sus flancos, frente a un lago artificial bordeado por un camino cuya forma le había recordado a la playa de La Concha. Había seguido las indicaciones hasta llegar allí, la llamada «zona de perros», en la que estos podían ir sueltos. Cerró los ojos y dejó que su memoria volara hasta su juventud. A La Concha. Una noche de un quince de agosto. Con el cielo de San Sebastián iluminado de colores. Cuando besó por primera vez a Lara. «Perdona, ¿es aquel tu perro?». Una voz de mujer la sacó de su añoranza. Una voz y unos ojos verdes que la miraban desde arriba tapándole el sol mientras señalaba hacia la arboleda de la derecha. Sin haberse percatado, Bicho se había acercado hasta donde estaba María, la propietaria de la voz, de los ojos y de Leia, una preciosa setter inglesa de manchas marrones. «Sí... bueno no... es Bicho, sí, pero no es mi perro», contestó Nerea balbuceante ante el asombro y la belleza de aquel rostro que la contemplaba. María, una joven de tez morena, castaña, de acento gaditano, de la que Nerea descubriría esa misma tarde su pasión por los animales, su edad ―veintinueve años― y su profesión ―productora de series de televisión―, les invitó a ella y a Bicho a compartir sombra y merienda. Pasaron juntas la tarde. Charlaron, rieron, bebieron, jugaron con sus mascotas, pasearon y compartieron en apenas unas horas casi una vida entera. Cuando la memoria de Lara la ahogaba, la naturaleza cerrada de Nerea se transformaba en un encanto natural. Se desnudaba por completo ante la primera mujer que le mostrara el menor indicio de acercamiento, se abría como un libro siempre que buscaba aplacar su necesidad de cariño. Así es como seducía a la colección de nombres que nunca llegaría a llamar pareja.
     Cuando la noche abrigó por completo a Sevilla y ambas se dejaron seducir por su embrujo, Nerea se ofreció a llevar a María y Leia hasta su casa. Eran las cuatro de la madrugada cuando Bicho y ella salieron de un pequeño piso situado en la calle Peral. Antes de montarse en el coche, sacó del bolso su móvil que llevaba en silencio, y empezó a revisar las notificaciones ignoradas hasta entonces: dos llamadas perdidas, cinco correos electrónicos y tres conversaciones de WhatsApp. Chistes varios del grupo de su cuadrilla, una llamada y tres mensajes de Patricia, otra llamada, de su padre y un mensaje de este: «Te llamé maitia, no era nada importante. Tan solo quería decirte que este jueves estoy ahí. Llámame cuando puedas. Muxuak*».


     El mercado de Triana acogió las exposiciones del Paseo del Arte en la mañana del sábado, pero el domingo volvieron a la ribera del río todos esos artistas que, semana tras semana, mostraban su obra al aire libre, bajo la atenta mirada de paseantes, sobre todo, de extranjeros. Aquello era mucho más que un mercadillo, era un museo portátil, un taller abierto al público donde los expertos compartían entre sí técnicas y experiencias, un lugar privilegiado desde el que se podía disfrutar del proceso creativo en directo, o posar como modelo durante unos minutos para que una decena de especialistas en dibujo te retraten. Patricia lo había hecho en una ocasión. Había posado sentada en una silla plegable con su bulldog francés sobre el regazo y, al fondo, el puente de Triana. Fue un regalo a carboncillo para sus padres, y aquella mañana, no recordaba si continuaba enmarcado en la habitación matrimonial o se había marchado con ellos a Chile. 
     Acudió a recrearse en los puestecillos de artesanía después de dejar a Bicho en casa, tras su paseo matutino. Lo había notado cansado, menos juguetón que de costumbre, y sabía que Nerea era la culpable de esa vagancia. Estaba muy enfadada con ella, no tanto ya por desaparecer con Bicho sin dar apenas explicaciones, que también, sino por desentenderse del teléfono móvil y no avisar de su tardanza. La esperó todo el tiempo que sus ojos fueron capaces de mantenerse abiertos, pero terminó durmiéndose. Nada más despertar, empujada por la preocupación de la noche anterior, había ido a la cocina para comprobar que Bicho estaba donde casi siempre, en su cama tumbado. Una vez confirmado, caminó deprisa hacia la habitación de Nerea, esperando recibir una explicación lo suficientemente razonable como para borrar el entrecejo de su frente y calmar la indignación que sentía. Sin embargo, la habitación estaba vacía, la cama hecha y la ventana entreabierta tal y como la dejaba cada mañana su amiga cuando se marchaba a la editorial.  Tampoco estaba en el baño o en el salón. ¿Dónde se había metido? Tenía el móvil apagado. No le quedaba más remedio que esperar a que diera señales de vida. 
     Mientras deambulaba por el Paseo del Arte, su cabeza, además de dar vueltas al enfado con Nerea, continuaba sopesando la proposición de Paco. No dejaba de pensar en ello. Estaba acostumbrada a trabajar con libros, a desembalarlos, a apilarlos y ordenarlos en los estantes. Ella los vendía, también, los compraba y los leía; pero escribir un libro era diferente, iba más allá de las historias que se inventaba caminando por la calle o contemplando a una pareja en la barra de un bar, ni siquiera sabía por dónde empezar. Le habría gustado compartir todas estas dudas con su amiga, conocer su opinión, saber si le parecía un disparate. ¿Dónde podía estar? A veces, le costaba entender su actitud. 
     Había llegado a la plaza de Chapina con un paso automático, como si paseara con Bicho. A menudo, realizaban esa ruta, tomando luego Castilla de regreso a casa. Nada más adentrarse en la calle, Patricia distinguió la Harley de Rafa aparcada en la misma acera que transitaba. En ese momento, si hubiera visto al mismísimo demonio no se habría inquietado tanto. Tensa como una cuerda a punto de romperse y con un tambor en el pecho, giró sobre su cuerpo y miró alrededor. Suspiró aliviada. Su ex no estaba por allí, pero no andaría muy lejos porque no se separaba de su apéndice de hierro cuando lo sacaba del garaje. Aquella certeza le dio una patada en el corazón y, nuevamente, volvió la orquesta de latidos. Sin pensarlo mucho, cruzó a la otra acera y entró en la calle Magallanes, perpendicular a Castilla, que desembocaba en su paralela. Caminó rápido, con zancadas largas, sin mirar atrás. Cuando se distanció unas calles de la motocicleta aminoró el paso, aunque recuperó la calma solo a medias. Estaba indignada con su comportamiento, una huida a caballo entre la cobardía y la duda. Rehuía los enfrentamientos con Rafa, las explicaciones, la negatividad. Ya no le amaba, estaba convencida de ello, pero todavía no había aprendido a separarse de él. Se mantenía apegada a la comodidad que supone saberse en los pensamientos de alguien porque, a veces, aunque la razón de nuestra desdicha se encuentre en el vínculo con una persona, a todos nos gusta que nos recuerden, que nos busquen, que se interesen por nosotros. De pronto, sintió un peso en el hombro que la hizo dar un respingo. Por un instante, imaginó a Rafa.
― ¡Oye! ―dijo una voz femenina y Patricia miró hacia atrás.
― ¡Estrella! ¿Qué tal?
― Aquí, que te he saludado al cruzarme contigo pero has pasado de mí.
― Perdona, iba pensando en mis cosas y no te he visto.
― Me lo he imaginado ―la chica celebró con una carcajada aquella sinceridad―. Ibas muy seria, con el ceño fruncido. ¿Dónde te metes, Patri? Llevamos, por lo menos... tres semanas sin vernos, desde que fuimos al cine a ver la de Woody Allen, ¿no?

― Pues... ―Patricia desvió los ojos hacia el rótulo de una ferretería como si en él encontrara la fecha de su última cita― sí, creo que sí, a primeros de mes. ¿Y qué, cómo va todo? Leí en el grupo de WhatsApp que Carlos tiene pronto el juicio con su empresa, ¿no?
― Sí, tía, los cabrones esos quieren librarse de pagarle la indemnización. ¡Que no es improcedente el despido! Hijos de puta... Aunque, Carlos seguro que lo arregla. Peor fue lo de Marisol el otro día.
― ¿Qué le pasó?
― Que tuvo la semana pasada la entrevista de trabajo para la tienda de ropa aquella ―se esperó a encontrar en el rostro de Patricia una señal que le indicara que sabía a qué se refería, pero ella le miró como si le estuviera hablando en chino―. Sí, nena, la tienda de Los Remedios en la que había dejado el currículum ―Patricia negó e hizo mueca encogiendo los labios―. No, si es que no te enteras de nada, últimamente... Bueno, pues el caso es que fue a la entrevista y, ¿sabes qué le preguntaron? Que si pensaba tener hijos. ¿Te lo puedes creer? Yo es que flipo... Lo oyes por ahí y te crees que es una leyenda urbana pero no, tía, te lo preguntan y se quedan tan panchos.
― Marisol se quedaría pasmada. ¿Qué respondió?
― Nada, que no sabía si tendría hijos, que no se lo planteaba ahora mismo, ¿qué va a decir?


*En euskera. En castellano: besos.

[Continuará]

lunes, 3 de octubre de 2016

Mañana será siempre VII


  El despertador de Nerea no sonó aquella mañana. Lo había desconectado, intencionadamente, la noche anterior. Quería dormir hasta que su cuerpo dijera: «basta, levántate». Dormir y no pensar en nada. Dio varias vueltas en la cama antes de abrir los ojos, retrasando el momento de volver a la realidad. Le gustaba dormir con las persianas abiertas. Nunca se desenvolvió bien en la oscuridad. Necesitaba ver luz nada más despertar, y la que se colaba esa mañana por la ventana le anunciaba un día grisáceo. 
     Cuando salió de la cama y miró el reloj, este marcaba las once y cincuenta y cinco. Se sorprendió de haber dormido tanto. Se acostaron tarde, pero habían pasado casi nueve horas, y eso no era normal en ella. «Me haría falta», pensó. Se fue directa a la ducha. El cuerpo acusaba las cervezas del día anterior. Lo peor eran las náuseas que subían desde el estómago hasta la boca, una desagradable sensación de querer vomitar y no poder. Igual que la noche anterior, cuando quiso defender a su amiga y dudó por miedo. Al recordar la escena, acudió a sus labios una sonrisa burlona. Al final, su titubeo en la taberna se convirtió en un propicio desastre; pero, a pesar del resultado, sabía que tardaría en sacudirse esa sensación de impotencia y temor. Abrió el grifo y dejó que el agua se calentara mientras se desvestía. El sonido rebotaba en las paredes del cuarto de baño que empezaba a llenarse de vaho. Aunque ella no oía el son de las gotas golpeando el suelo y la mampara, en su cabeza solo resonaban los ecos de la noche, Lara, Niall, Rafa, Patricia. Se metió en la ducha, colocó el cuerpo bajo el chorro y buscó esa posición exacta que, poco a poco, convirtió el murmullo que le taladraba la conciencia en un profundo silencio. Así estuvo un rato, dejando que las gotas siguieran su camino y se llevaran con ellas los miedos, el rencor y la culpa. «He cogido el álbum, me voy a dar un paseo. Llámame cuando amanezcas. Besos», leyó en una nota que Patricia le había dejado en la cocina cuando fue a comprobar si su estómago aceptaría algo de comida. En casa solo estaban ella y Bicho, que se había convertido en su pequeño y jadeante guardaespaldas desde el mismo momento en que salió de la habitación. Cogió una manzana del frutero y se acercó hasta la ventana mientras la mordía. El perro, una vez constató que Nerea se había quedado quieta frente al cristal, se tumbó debajo de la mesa y cerró los ojos. Era la una y media de la tarde, la luz, aunque gris, brillaba a través de las nubes con intensidad. «Aquí, hasta los días tristes lucen más». Ese pensamiento le llevó a recordar su tierra, sus amigos, Niall, su madre... todo lo que había dejado allí arriba, como solía decir Patricia. Sonrió. Sevilla es una ciudad que desprende calor, que acoge al de fuera y le abraza para que se sienta como en casa. Así lo sentía ella, una norteña reservada, demasiado seria para esta gente del sur. Sin embargo, algo le decía que estaba en su hogar. Echaba de menos su gente, pero se sentía a gusto. Una contradicción que le producía cierta desazón, pero que pronto entendería. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón, abrió los contactos favoritos y pulsó sobre la foto de su madre. Kiaxo ama*, dijo en respuesta al kaixo biotza** de Aitziber al otro lado. Al contrario que con su padre, las conversaciones telefónicas con su ama solían ser extensas. A Aitziber le gustaba hablar, era capaz de contar la vida de los demás como si de una telenovela se tratara, pero cuando le preguntabas por la suya, la resumía en dos palabras: ni, ondo***, y no le sacabas mucho más. Hablaron sin preocuparse por el tiempo que transcurría. Su madre la puso al corriente de todos los cotilleos del pueblo. Nerea le contó cómo era su trabajo en la editorial, habló de lo preciosa que era Sevilla, alabó las bondades del tiempo en Andalucía, le explicó que estaba buscando piso pero que no encontraba uno en el que se viera a gusto, y alguna otra anécdota más. Pero no se atrevió a preguntarle por Niall. Intuía que ella podía saber algo. Pero no se atrevió. 


     Quince minutos después de hablar con Paco, Patricia cerraba el álbum para dirigirse a la plaza del Altozano. Allí, descansando la espalda en el pedestal de mármol que llevaba más de veinte años sosteniendo a la flamenca de bronce, la esperaba él. En sus manos tenía un periódico enrollado y arrugado que giraba con los puños cerrados, como si fuera una prenda a escurrir. Cuando vio a Patricia cesó el movimiento y esbozó una sonrisa tan reluciente como sus rizos. 
― ¡Hola! 
― ¡Hola, Paco! ¿Vas de boda? 
     Aparte de un perfume que se olía a distancia, Paco vestía un pantalón chino beige, mocasines azul marino con suela de esparto a juego con el cinturón, y una camisa celeste. 
― No, mujer, voy... ―se echó un vistazo― como siempre. 
― ¡Y yo con estas pintas! ―unas mallas negras, una camiseta rosácea de manga francesa y zapatillas deportivas o botines, como los llamaba ella. 
― Tú también estás como siempre, guapísima ―Paco no se lo dijo, pero lo pensó al repasar su figura con los ojos―. ¡Bah! Tonterías, vas bien así. 
      Caminaron a través de San Jacinto, que ya se llenaba de gente paseando, entrando y saliendo de los comercios o sentados a los lados del paseo peatonal, en los bancos de ladrillo y madera cuyo respaldo no era otro que azulejos enmarcados, representando la tradición cerámica del barrio de Triana. Muy bonitos recién instalados, deteriorados al poco tiempo. Llegaron a Pagés del Corro hablando de las nubes que cubrían el cielo ese día, de lo rápido que pasa la semana cuando no quieres y lo lenta que transcurre cuando deseas lo contrario, de las obras del paseo junto al río y del ambiente tan cálido todavía a esas alturas de mes. El tiempo, el clima y otras banalidades eran temas recurrentes en sus conversaciones cuando se encontraban en la librería, lejos ya de aquellas tertulias en las Setas de la Plaza de la Encarnación, donde se conocieron, coincidiendo con el inicio del movimiento del 15m. 
     Entraron en una taberna que hacía esquina. Las mesas ocupadas. La barra repleta de vasos, botellas y tapas. Los camareros acelerados. Dentro del bullicio, las risas y las charlas estaban aseguradas. Patricia y Paco se colocaron en uno de los pocos rincones libres que quedaban en la barra. Una caña para él, un refresco para ella, solomillo al whisky y croquetas de carabineros como tapas. Servidos y con los primeros bocados en las tapas, ambos querían iniciar una conversación, pero ya habían agotado la mayor parte del repertorio. Paco, especialmente, se sentía cohibido en aquella situación y las gotas de sudor empezaban a poblarle la frente como en pleno agosto. 
― ¿Tienes calor? ―le preguntó Patricia, al ver cómo restregaba una servilleta por su frente, mostrando cierta incomodidad. 
― Un poco, pero se me pasa enseguida, seguro. 
― ¿De verdad? Si quieres, nos tomamos esto rápido y vamos fuera. 
― No, no, en serio. ¡No hay calor que no se arregle con cerveza! ―ni vergüenza, pensó mientras tomaba un buen trago―. Por cierto, ¿qué llevas ahí? 
― ¿Esto? ―señaló con la barbilla el álbum que aún tenía bajo el brazo, Paco asintió―. Pues quizá tú lo sepas mejor que yo, porque estaba en el desván de la editorial. 
― ¿Sí? No me extrañaría, debe haber hasta leones ―sonrió dando otro sorbo a la cerveza, ese con el que esperaba desinhibirse por completo―. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Bueno, qué tonto soy, te lo habrá dado Nerea, ¿no? 
― Sí, estuvo revisando unos archivos de unas cajas en el desván y cuando lo vio, le preguntó a Alicia si podía cogerlo. 
― ¡Ya ves, para Alicia una alegría! Ella está deseando que arreglemos aquello, que coloquemos estanterías nuevas y que subamos trastos que tenemos abajo; pero claro, para eso hace falta limpiarlo antes y ver qué se puede salvar de esas reliquias. Me da una pereza... ―negaba con la cabeza, feliz al apreciar que sus palabras habían relajado el gesto de Patricia, consiguiendo que sus labios insinuaran una sonrisa. 
― Entonces, ¿no sabes a quién pudo pertenecer? Es que, verás ―sacó el álbum de debajo del brazo y lo abrió frente a Paco―, me da la impresión de que es el álbum de un señor de buena familia, que tenían dinero ―dijo esto mientras frotaba la yema del dedo índice de su mano derecha contra el pulgar de la misma mano―, fíjate en la ropa ―él obedeció y aprobó con la cabeza en cada imagen que Patricia le indicaba. 
― No tengo ni idea de qué familia será, ni sé quién es ese hombre. Cuando compré la casa ya estaba ese álbum en el desván, con el resto de cacharros y de polvo. A mí me vendió la casa un suizo que la tuvo muy poco tiempo en propiedad, pero esas fotografías son de Sevilla, igual que los recortes de periódico. 
― ¡Qué lástima! ―los labios de Patricia asumieron una mueca arrugada hacia abajo, Paco lo vio y sintió que el corazón se asomaba a su camisa―. Pensé que a lo mejor tú sabrías algo. Todavía no lo he revisado entero, pero ya empezaba a picarme la curiosidad. He estado leyendo esta carta ―se la mostró― y, un tal Manuel Rodríguez se la escribe a Carmen, sabiendo que ella no llegará a leerla. Estaba enamorado. Mira, es del veinte de julio de mil novecientos treinta y seis. Poco después de que se hicieran esta fotografía, digo yo que son estos dos que aparecen aquí abrazados y con una sonrisa de oreja a oreja. 
― Sí, porque la foto dice ahí que es del diecisiete de julio. Ellos sonriendo y la guerra civil a punto de comenzar aquí. ¿Quiénes serían? Déjame echar un ojo. 
    Paco cogió el álbum mientras Patricia terminaba sus croquetas. Lo examinó página por página hasta llegar al final. Cuando terminó, lo cerró usando las dos manos y lo puso sobre la barra. 
― ¡Se me ha ocurrido una cosa! ―sus pupilas dilatadas se clavaron en Patricia― ¿Te apetecería escribir una novela sobre la historia de este hombre? 
― ¿Yo? ―se señaló con el dedo a sí misma―. ¿Cómo, si no sé nada de él? 
― Aquí tienes material de sobra para empezar. Además, lo que no sepas, te lo inventas. Si no recuerdo mal, un día me dijiste que te gustaba inventar historias. Y escribes muy bien. Todavía recuerdo los artículos que hacías en la época del 15 m. ¡Venga!

* En euskera. En castellano: hola mamá. 
** En euskera, En castellano: hola corazón. 
*** En euskera. En castellano: yo, bien. 

[Continuará]

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Mañana será siempre VI


     Por un momento, permanecieron calladas, absortas en las formas, en la etiqueta, en el cuello y la boca de sus botellines de Cruzcampo. Un interés falso que escondía pensamientos dispares. Nerea se asomaba al baúl de sus sentimientos, del recuerdo de Lara que la ahogaba, porque ni la distancia ni el tiempo habían desembocado en el olvido. En frente de ella, Patricia se arrepentía del ímpetu sincero de sus palabras. La noche se había adueñado de la Alameda y de las pocas mesas que quedaban con vida en la terraza.
— ¿Sabes ya cuándo va a venir tu padre? ―ante la desatención de su amiga, Patricia estimó conveniente realizar una aclaración a su pregunta―. Lo digo porque me habías comentado que quería venir a Sevilla ―creyó que así cambiaría de tema y suavizaría el ambiente. Lo que no sabía era que ese asunto tensaba más a Nerea―.
— No, no sabe cuándo podrá venir ―en su rostro apagado podía advertirse preocupación―. Hablé con él esta tarde, me dijo que tenía que solucionar unos asuntos personales y del pub, ya sabes, papeleos y no sé qué hostias más, pero su intención es venir antes de diciembre, porque se va a pasar las navidades a Irlanda ―sin darse cuenta, había elevado la voz―.
 — ¿A Irlanda? ¿Cerrará el pub en esas fechas? Pero... si es uno de los momentos en los que más debe ganar, ¿no? ―la batería de preguntas improvisadas no distaba de la que Nerea le había planteado a Niall en su corta conversación telefónica―.
— Lo ha vendido ―el azul de los ojos de Nerea se hizo intenso cuando soltó a bocajarro aquella noticia. Las manos blanquecinas no soltaban el sexto botellín de Cruzcampo. Aunque hablaba con determinación, para ella había sido una sorpresa, sin embargo, no se lo expresó así a la sevillana, que la miraba asombrada y perdida.
— Acabo de meter la pata hasta el fondo ―pensó Patricia sin saber, esta vez, cómo salir del apuro―.
— ¡Bueno, bueno, mira quién está aquí! Si es mi ex novia ―ninguna de las dos había advertido la llegada de Rafa, que tras exclamar en un tono jocoso y demasiado alto, se sentó en la silla que quedaba libre al lado de Patricia y le dio medio beso en la mejilla. El otro medio beso quedó en el aire al retirarse ella con desagrado―. ¿Y está, qué hace aquí? ―refiriéndose a Nerea, a la que ya había reconocido a lo lejos porque había visto muchas fotografías de ella en el ordenador de la que había sido su novia. Aquellos rizos cobrizos no pasaban desapercibidos.
― Esa misma pregunta me hago yo sobre ti —replicó Patricia.
— Mujer, lo mío es lógico. Soy sevillano, vivo en Sevilla y frecuento esta zona porque disfruto con el ambiente de la Alameda. ¿Se te ha olvidado? ―había colocado su cara a pocos centímetros de la de Patricia. El aliento le apestaba a alcohol, seguramente, a whisky―.
— No te acerques tanto, has bebido demasiado.
— No, no, no, no ―negaba con el dedo índice de su mano derecha al mismo tiempo que lo decía―. He bebido lo correcto, lo que co-rres-pon-de ―marcaba las sílabas de la última palabra con el mismo dedo que antes negaba, imitando a un director de orquesta―. En las reuniones de negocios, pasa lo que pasa ―en su discurso, miraba a su ex, sobre todo; pero también, a Nerea, que lo escrutaba con repugnancia―. No me mires así, chiquilla. A ver, dime, ¿qué haces por aquí, Pipi Calzaslargas? ¿Has venido a ver si tienes suerte y se enamora de ti? Eso es lo que querías, ¿no? ¿O solo te metías en nuestra relación para joderme a mí?
— No le hagas caso, vamos, voy a pagar dentro ―Patricia se levantó de su silla y se encorvó luego, para coger el asa de su bolso, enganchada al respaldo. Rafa la agarró entonces por la muñeca―. ¡Suéltame! ―no la soltó, al contrario, la retuvo ejerciendo más fuerza―. Me estás haciendo daño ―los pocos clientes que quedaban en la terraza, observaban con disimulo. Nerea se levantó como si su asiento tuviera un muelle que la propulsara. Al desplazar la silla hacia atrás, chocó con las piernas de una camarera que recogía las mesas contiguas. La camarera intentó esquivar la silla con un movimiento de caderas, pero solo consiguió desestabilizar la bandeja que llevaba en una mano y el contenido se precipitó sobre la mesa en la que habían estado sentadas Nerea y Patricia, la misma en la que todavía seguía Rafa. Por suerte, la bandeja contenía varios platos apilados y un par de vasos, pero fue suficiente para que, al chocar contra la superficie de la mesa, la camisa de Rafa saliera perjudicada con las salpicaduras de los restos de comida y bebida.
— ¡Me cago en tus...! ¡Mira cómo me has puesto!
— ¡Lo siento! ―se disculpó Nerea―. ¡Perdona, no te había visto! ―se disculpó también con la camarera, que corrió hacia el interior de la taberna para coger un cepillo de barrer y un recogedor―. Deja que te ayude a limpiarte, Rafa ―aunque no era premeditado, se alegraba de su descuido y se acercó a la camisa con una servilleta. Restregó las manchas con fuerza, ampliando las manchas―.
— ¡Quita, quita, carajo! ―Rafa se apartó con ímpetu, moviendo su silla hacia atrás y levantándose inmediatamente. Estaba muy rojo, las venas de su cuello parecían a punto de explotar―. Me voy, mejor me voy porque sino...


     Eran las doce y cuarto del mediodía de un sábado gris, tristón, rezagado tras los excesos del viernes. Por el paseo tan solo caminaba un anciano. Arrastraba los pies, llevaba los brazos unidos por las manos, a la espalda, quizá para aguantar el peso de los años. Tenía la mirada puesta al frente, como si la mandíbula impulsara su cuerpo hacia delante. Atravesar aquel paseo debía ser toda una hazaña. Al menos, eso le parecía a Patricia, que lo observaba sentada bajo el arco, en el último escalón del Callejón de la Inquisición. Ese rincón le gustaba, pero hacía mucho tiempo que no iba hasta allí,  porque ya no era la adolescente que disponía de horas de sobra para permitirse el lujo de sentarse a contemplar su puente ―de Triana, y suyo después de todo―, apartada del movimiento del barrio. Sin embargo, aquel sábado había eludido las típicas labores del hogar y otros compromisos, para acomodarse junto a su puente, con el álbum que Nerea había llevado a casa, sobre los muslos. Le dolía un poco el estómago pero lo sobrellevaba bien, como ocurre siempre que somos los responsables de nuestras dolencias. Quejarnos serviría solo para que los demás nos recordaran que la culpa es nuestra. Y a ella, nadie le obligó a beberse aquellas cervezas de la noche anterior.
Repasaba las hojas del álbum, una y otra vez. La primera vez que lo tuvo entre sus manos no lo pensó, pero ahora estaba segura de que era una especie de diario o libro de vida. Las fotografías, escasas, mostraban a un bebé que, posteriormente, sería un niño peripuesto, y no perdería sus rasgos, ya en la cara de un joven apuesto, robusto. Los recortes de prensa se remontaban, sin excepción, a la Guerra Civil. El dibujo de una flor se repetía en distintas hojas, sobre el relieve rugoso. Sin duda, era la flor de azahar. Sevilla está llena de naranjos, pensó Patricia. Más adelante, el mismo dibujo aparecía también en un folio arrugado, al lado de la firma inclinada de un tal Manuel Rodríguez. ¿Quién sería ese hombre? A lo mejor, fue uno de los dueños de la casa donde ahora se ubicaba Trianaversa. Patricia dejaba volar su imaginación concibiendo la vida pudiente de ese señor que ya debía estar muerto, porque en la fotografía en la que aparecía con la que debía ser su novia o su mujer, ya debía tener veintitantos y si era de mil novecientos treinta y seis... En esas elucubraciones andaba cuando el teléfono sonó en su bandolera.
― ¡Hola, Paco! ―saludó a su interlocutor, preguntándose por qué la estaba llamando. Como solían verse a menudo en la librería, debía ser aquella la primera vez que la llamaba por teléfono.
― Buenas tardes, Patricia, ¿qué tal? ―saludó una voz fresca, decidida.
― Bien, ¿y tú?
― Bien, aquí... me acordé de la cerveza que te debo y había pensado que, tal vez, era un buen momento para...
― ¿Tiene que ser cerveza? ―interrumpió ella, suponiendo la invitación y acordándose de la noche anterior.
― ¿Eh? No, no tiene que ser cerveza, puede ser lo que tú quieras ―respondió Paco, con una sonrisa que dejaba entrever lo que le había costado atreverse a realizar esa llamada.
― Entonces, vale.
― ¡Estupendo! ¿Dónde? ¿Tienes alguna preferencia?
― Pues... ―Patricia pensó por un momento―. Estoy al lado de San Jacinto. Si quieres, quedamos en el Altozano y ya decidimos.

[Continurá]

lunes, 26 de septiembre de 2016

Mañana será siempre V


                                                       [2016, Nuria Sobrino y Soraya Benítez]

     El estruendo de la alarma la despertó asustada. Un arpegio chirriante que aumentaba la intensidad a toda velocidad. La noche anterior había decidido cambiar el bip, bip, bip, suave de la memoria del despertador por otra opción más imperativa. Le daba miedo quedarse dormida. Se había acostado muy tarde. Patricia se incorporó y apagó la alarma tan rápido como pudo. Luego, se levantó y fue hacia la ventana. Todavía no había amanecido. Oyó algún ruido proveniente, quizá, de la cocina, porque era similar al que hacían platos y cubiertos sobre una mesa. Olor a café y el zumbido del exprimidor se coló en la habitación. Le extrañaba que su hermano se tomara la molestia de preparar el desayuno, debía ser Nerea. Fue a confirmar su intuición. Allí vio a su amiga, ya arreglada, que terminaba de exprimir una naranja y le saludaba con una sonrisa abierta.
― ¡Buenos días! 
― ¡Buenos días! ¿Tú no descansabas hoy de la editorial? ¿Qué haces ya levantada? 
― Que no tenga que ir a Trianaversa no significa que no tenga que trabajar ―sonrió antes de sentarse al lado de Patricia en la mesa―. ¿Cómo has dormido?
― Bien, aunque... ―dejó la frase a medias y su rostro expresó un repentino gesto de preocupación― este niño no hace más que darme disgustos. ¿Se piensa que soy idiota? ―hablaba en susurros para que su hermano no la oyese, en caso de estar despierto―. ¡Que no, hombre! ¡Que lo del labio no fue un golpe que le dieron sin querer!
     Estaba segura porque no era la primera vez que Juan Pe se veía envuelto en una discusión y llegaba a casa con la ceja partida o un ojo morado. Era el precio que pagaba por haber ayudado a Rafa en sus trapicheos cuando trabajaba para él en un bar de la Alameda. Eran amigos, de toda la vida, aunque él se desmarcaba de las gamberradas del grupo de Rafa. Era un chico nervioso y travieso; pero, al mismo tiempo, honrado y estudioso. Obtenía siempre buenas calificaciones en clase. Horacio, su padre, le animó a estudiar delineación y topografía. La idea era que trabajara, posteriormente, con él y con Pilar, la madre de Patricia y Juan Pe, en la pequeña empresa familiar de ingeniería y proyectos de obra civil y pública que habían montado juntos en el año ochenta y nueve. Sin embargo, poco después de acabarar los estudios y empezar a trabajar en la empresa, todo se derrumbó. La crisis, la quiebra, las deudas. Sus padres no fueron capaces de prever aquello, tampoco de contrarrestarlo. Un duro golpe para ellos y para las cinco familias de los cinco empleados que trabajaban allí. Endeudados, apremiados por la frustración y la desesperación, decidieron aceptar la oferta de empleo que les hizo un buen amigo, también perteneciente al sector de la construcción. El único problema era que la empresa estaba en Chile y, si bien Horacio y Pilar se marcharon, consiguieron pagar sus deudas y recobraron parte de la estabilidad que antes poseían, no olvidaban que ese logro había sido a costa de los miles de kilómetros de distancia que les separaban de sus hijos. Desde entonces, Juan Pe no había logrado salir de la espiral de entrevistas laborales, contratos basura y despidos. Estaba angustiado. Sus padres y su hermana contribuían de alguna manera a la economía familiar. Él originaba más gastos que aportaciones. Por eso, cuando Rafa le ofreció trabajar en el bar que regentaba con otro socio, se vio obligado a aceptar el puesto, aunque supiera de antemano que su cometido no sería el de un camarero normal, que alternaría el servicio de copas con el de papelinas de cocaína.
― Mujer, no quiere que te preocupes―dijo Nerea, también susurrando.
― Lo sé.
― Lo que tiene que hacer es alejarse de los negocios de Rafa. 
― Ya... ―Patricia asintió con vehemencia, como si aquella fuera la recomendación que ella le diera a Juan Pe a diario; luego, suspiró―. Desde que no trabaja para él, se supone que no se han visto.
― Ese Rafa es un... ―Nerea ahogó la voz de lo que sería un insulto―. Tú también deberías distanciarte.
― Yo solo hablo con él, alguna vez, a través de Whatsapp. Parece otro. Le ha venido bien que la policía le metiera miedo. Oye, ¿qué es eso? ―hasta entonces, sus ojos no habían advertido un viejo álbum de fotos que descansaba sobre la esquina opuesta de la mesa.
― ¡Ah! Sí, quería enseñártelo ―Nerea estiró la mano y lo cogió, relajando la tensión que le producía hablar sobre Rafa. Todavía resonaban en su cabeza las palabras que él le dedicó un día, desde el teléfono de la que todavía era su novia: «No soy Patricia, soy Rafa, su novio y estoy hasta los huevos de ti, ¿me conoces acaso? ¡Deja de meterte en nuestra vida!». Dicho eso, colgó. Nunca se lo contó a Patricia. Tampoco, obedeció a su novio―. El desván de Trianaversa está lleno de trastos. Le pregunté a Alicia si podía llevármelo y me dijo que le hacía un favor. Lo más probable es que perteneciera al anterior dueño de la casa.
     Parecía un álbum muy antiguo. Sus tapas eran negras, gruesas. El papel rugoso de las hojas en el interior poseía un marrón amarillento que costaba adivinar si era el color original o el resultado del tiempo. Fotos en blanco y negro, recortes de prensa, anotaciones, algún dibujo. Todo colocado en una especie de desorden organizado que olía a historias, a vida. Nerea pasaba las hojas con fascinación, como si la noche anterior, después del episodio con Juan Pe y ya en su habitación, no hubiese explorado durante varias horas el contenido. Patricia, contagiada, miraba con curiosidad cada imagen y cada palabra. Una de las fotografías mostraba a un hombre y a una mujer, abrazados, sonrientes. Al pie de la fotografía, una fecha: diecisiete de julio de mil novecientos treinta y seis. Nerea despierta de su embeleso con el tono de alarma de su teléfono móvil y se pone en pie.
― Me voy, que ya es hora de hacer algo de provecho ―coge su bolso del perchero, acción que podía seguirse desde la mesa de la cocina, aunque Patricia no la mira porque continúa ojeando el álbum―. 
― ¿Te gustaría que saliéramos esta noche? Llevo sin salir desde... ―rebusca en su memoria mirando la lámpara del techo― desde que me vine de Zarauz.
― Como quieras ―respondió Patricia sin prestar el interés que sí estaba dedicando al álbum.


     Aquella tarde, el otoño salió a la calle en manga larga. No hacía frío, pero la brisa invitaba a cubrirse. Las primeras luces se encendían en las farolas de la Alameda de Hércules. Un río de gente invadía la plaza, . La noche y las ganas de olvidar por unas horas la rutina de la semana, se dejaban notar en las caras sonrientes y desinhibidas de los grupos de amigos que llenaban las terrazas. Patricia y Nerea eran dos más en esa muchedumbre anhelante de evasión. Habían salido juntas de casa tras acicalarse: ducha, maquillaje y la ronda pertinente por las perchas de los armarios hasta dar con el atuendo definitivo. La sevillana, tras varias pruebas infructuosas, se decidió por una falda vaquera, lisa y recta, con aberturas laterales. Sus zapatillas Adidas Originals Stan Smith doradas, resaltaban el bronceado de las piernas. En su camiseta blanca con letras negras se podía leer: «I'm my Idol». Nerea, por su parte, había optado por unos pantalones vaqueros ajustados, camiseta blanca, básica, muy sencilla, salvo por el escote pronunciado. En el cuello, un pañuelo oscuro tipo cowboy. Botines negros de tacón medio, y una cazadora de estilo rockero, a juego con los botines. Cuando se encontraron en el salón, Nerea miró embobada a su amiga y lanzó un silbido que acompañó con el comentario: «y el mío, también», en referencia a la frase de la camiseta de Patricia. Esta, le recriminó su actitud como quien riñe sin reñir, ruborizada en cualquier caso. No era la primera vez que Nerea la halagaba, siempre le había parecido una mujer muy atractiva y no perdía oportunidad para hacérselo saber. «Con ese cuerpo y esos labios haces temblar a hombres, mujeres y marcianos», solía reiterar. 
     Se sentaron en una mesa de la terraza de El Corto Maltés ―una de las tabernas más conocidas y ambientadas de la zona―, y dejaron que la cerveza refrescara sus gargantas, sus cuerpos y sus angustias. De manera casi matemática, al tercer botellín, la vida se destensaba, sobre todo, para Nerea, que dejó atrás las contemplaciones propias de su naturaleza vasca.
― ¿Se puede saber qué estás mirando? ―preguntó Patricia, tras un silencio prolongado y una amiga de cuerpo presente pero de mente a saber dónde.
― Yo, nada —contestó Nerea, sin desprender la mirada del paisaje que tenía a dos mesas de distancia: una morena de ojos verdes que charlaba con dos amigas más―. Me recreo en las vistas sevillanas, que son preciosas.
     A Patricia no le encajaba el comentario de su amiga, que estaba mirando en dirección a la calle Mata. Se giró para descubrir de qué vistas hablaba, vio a la morena de ojos verdes, volvió los ojos, nuevamente, a Nerea y, de nuevo, a la chica, para asegurarse de que había acertado. 
― ¿En serio? ―levantó los brazos, agitando las manos, en señal de indignación—. ¡Ya te vale! ¿Es que allí arriba no os enseñan a mirar con disimulo?
― Allí arriba, como tú lo llamas, no hay tanta carne al descubierto. Ten en en cuenta que llueve más de la mitad del año. Además, últimamente estoy... ―su mirada se volvió melancólica, titubeó la voz―. Bueno, da igual, son tonterías. ¿Y tú qué?
― ¿Yo qué de qué?
― ¿No tienes ganas de volver a enamorarte? ¿De conocer a algún chico especial? ―Patricia la miraba con extrañeza―. Sí, mujer, conocer a uno con el que quedar, con el que salir a divertirte... ―Patricia la miraba sin saber a dónde quería llegar, bebiendo un sorbo de la cuarta cerveza― ¡Con el que echar un polvo!
― Yo no tengo tiempo para esas cosas ―respondió entre carcajadas―. Bastante tengo con el trabajo, la casa, Juan Pe, Bicho...
― Pues deberías hacer hueco para darle una alegría a ese cuerpo.
     Patricia alzó la mano y enseñó la palma a su amiga, a la vez que negaba con la cabeza.
―No me apetece. Hace tiempo que no me apetece. No tengo ganas de nada ―balbuceaba―. Todos los días son iguales: librería, casa, librería, casa... más los disgustos que quiera darme Juan Pe ―ahogó la frase con el primer trago de la quinta cerveza, gesto que Nerea imitó―. Estoy cansada de llevar la carga de mi casa, de disimular cuando hablo con mis padres, de ver que pasan los años y mi vida no evoluciona. Me dan ganas de meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y quedarme ahí, no lo sabes tú bien, porque es que... es que... ―Nerea golpeó la mesa con la palma de la mano, acto que sobresaltó a su amiga― ¡Quilla, qué haces, vaya susto me has dado!
― Es que me estaba hartando de escuchar gilipolleces ―bebió lo que quedaba de la quinta cerveza, instó a que Patricia hiciera lo mismo―. Insisto: tú lo que necesitas es un polvo.
― Y que me toque el bote de los Euromillones ―añadió―. Perdona ―dirigiéndose a la camarera―, ¿nos pones otra? ―la camarera no tardó en salir con dos botellines más, la sexta ronda.
― Gracias, guapa ―dijo Nerea a la camarera.
― Tú lo arreglas todo follando ―replicó Patricia―. Sí, sí, tú. ¿Para qué? Para pasar el rato ―Nerea le indicaba con la mano que bajara la voz―. ¡No me callo! ¡Ahora no me callo! No te rías que estoy hablando muuuuy seria. ¿De qué te sirve acostarte con esta y con aquella, y con la otra...? Todo el tiempo buscando a alguien que sustituya a Lara ―Nerea dejó de reir―. Lo siento. No...no quise decir eso.
― No pasa nada, tranquila. No has dicho nada que no sea verdad.
     Lo que acababa de decir su amiga era cierto, desde que Lara se fue, sus relaciones habían sido la búsqueda de algo o alguien que le devolviera lo que sentía cuando estaba con ella, exigiendo a los demás sin ofrecer nada a cambio, más allá del placer del momento. En el fondo, tenía miedo a sufrir, a perder de nuevo.